Desde hace ya varias semanas que mi modalidad de ir al gimnasio ha cambiado. Antes iba a clases dirigidas, después escuche el bendito chisme de que a partir de los 30 uno debe hacer pesas. Pesas, si pesas, en mi vida había siquiera pisado la parte de las máquinas. Me considero deportista, desde niña hago deporte (he hecho casi todos los deportes que hay, hasta golf) casi siempre, todas las semanas, salvo cuando no tengo ganas. No soy de esas que se comprometen a hacer algo y lo hacen. No ni cerca. A mi me gusta hacer las cosas con ganas, si no tengo ganas no lo hago y punto. A mi eso de “cumplir” nunca sec me ha dado bien (por suerte). Intento no hacer las cosas por cumplir, o por tachar metas. En este caso, a mi el ideal de vida sana y disciplinada no me llama la atención. Mi motor (que no es lo mismo que meta) en casi todo lo que hago en mi vida (al menos todo lo que puedo elegir) intento que sea el deseo.
Desde que llegué a Barcelona me he dado cuenta de que hacer deporte acá es todo un tema. Hay gimnasios de moda por los que la gente, literalmente, mata y muere. Una vez fui a uno, y en efecto: casi mato y muero.
Desde que empecé a hacer pesas, descubrí un mundo nuevo. No solo porque son un tipo de ejercicio completamente distinto —uno que, honestamente, pensaba que aborrecía—, sino porque para mi sorpresa, se ha convertido en el formato del gimnasio que me resulta más entretenido. Toda mi vida he sido deportista, pero las pesas, eso sí que me interesaba poco y nada. Ahora, de pronto, me encuentro siendo parte de ese sector del gimnasio, de ese zoológico humano.
Veo la gente que se ve en el espejo los músculos mientras levanta las pesas, yo intento hacer lo mismo y me agarra una risa interna, una especie de vergüenza ajena pero propia, no se si eso se entiende. Pero la cosa no termina en pesas, ya pase a la parte de máquinas. Entonces, mientras caliento en la caminadora, observo con atención biónica a quienes están en las máquinas, tratando de descifrar cómo se usan para luego imitarlos. Entre esas y otras, he terminado haciéndome amiga de algunos. Porque claro, me ha tocado acercarme humildemente a preguntar cómo mierda se usa tal o cual máquina. Hay gente que se ilumina al explicar, como si hubiesen estado esperando toda la vida para dar esa explicación, esos mismos son los que pasan además a sacarme el plan alimenticio -que obvio me entra por una oreja y me sale por la otra- (por ahora, quién sabe como siga mi evolución). Hay los que se solidarizan, se ríen conmigo y me dicen: “yo tampoco sé muy bien” y después pasan a levantar 800 kilos con el dedo (esos seguro en el colegio eran los que decían que no estudiaban y sacaban 100).
En fin, hay personajes por todo lado en el cuarto de las máquinas. Y yo, por supuesto soy una de esas, ando como pajarito perdido, pero al pie del cañón.
Hay un perfil, solo uno, que no soporto: los “gym rats” (los que desfilan sus músculos por el gimnasio con sus cuerpos en forma de dorito) y las chicas “aspiracionales”. Las juzgo internamente, pero después me compro la misma ropa que ellas.
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He pensado por qué estos perfiles (no el de la foto, el perfil dorito, el aspiracional) que me caen tan mal… ¿será por envidia?
No tengo pudor de admitir la envidia, pero no creo que este sea el caso. Hace poco leí a Luciano Lutereau y comparto su sentimiento en relación a lo insoportable que me resultan las personas que hacen las cosas sin mostrarse en falta y mezquinan sus dificultades o sus miedos. Son esas personas que, cuando te explican algo, lo narran como si fuera fácil, esas que son capaces de ocultar mil metros bajo tierra sus dificultades y miedos.
La pura y dura neurosis obsesiva.
A mí me gusta la gente que, cuando le preguntas algo, en lugar de ponerse a explicarte lo bien que lo hace, se anima a contarte que alguna vez también tuvo que aprender. Esa gente me gusta. Y la que me gusta aún más es la que no sabe hacerlo “bien” (bien entre comillas porque la pregunta es: ¿bien para quién?), y aun así lo hace. Esa gente que no va al gimnasio para crecer sus músculos, los que van y se meten en su trip, esos que no miden sus resultados (pero eso no quiere decir que no los tengan). Hay esta señora a la que veo casi siempre que voy, y está dándolo TODO (todo menos ritmo y coordinación) en clases de Zumba. Es mi ídola del gimnasio. Una vez me tocó al lado de ella y me percaté de que ni siquiera regresaba a ver a la profesora; ella está en su mundo, pero compartiéndose con la gente. Dejándonos ver, en acto, su mundo interno. Cuando se acabó la clase, ella salió contenta. Yo, furiosa porque no pude dar pie con bola en esa clase. Ella tampoco, pero a ella no le importa. A mí me importa mucho. Ya sé, qué desgracia (no soy la gente que me cae bien). Es como el dicho que dice nunca pertenecería al club donde haya gente como yo.
Esa escena me recordó mucho a mi papá. Cuando era niña, mi papá me proponía jugar “al que mejor pasa”. Él siempre ganaba, y a mí me irritaba mucho esa propuesta. Hoy la entiendo (no la practico; a veces juego a pasar pésimo y lo único que me interesa es estar de mal humor y odiar a todos), pero lo que si he hecho bien es en rodearme de gente como él. Últimamente regreso a ver a mi alrededor, estoy casi siempre rodeada de la gente que mejor pasa. Buscando a mi papá en ellos, seguramente. Buscando ese rasgo de él que amo, y que, desgraciadamente, no tengo.
Suele pasar que estoy rodeada de gente alegre; suelo ser la triste de los alegres. (Tengo mis amigos tristes, eh, de ellos escribiré en otro momento. Pero en ese grupo, suelo ser la alegre de los tristes). Así es la vida, bueno, mi vida. Como el sticker que dice: un poco de droga, un poco de ensalada.
Feliz semana queridas y queridos lectores,
ER.